27.8.07

Vivir para contarla




Habían pasado treinta años, desde que Luis, con sus veinte inviernos, fue secuestrado por las fuerzas represivas de la dictadura militar argentina que se enseñoreó del país allá en el lejano 1976.Treinta años transcurrieron desde aquel frío 7 de julio del ’77 en que lo tiraron en el suelo de un coche, le pisaron la cabeza, lo llevaron a Arana, la casa de torturas, y le dieron como en la guerra.

Luego, sin ninguna explicación, fue liberado al cabo de treinta días de sufrimiento.

Luis aterrorizado, sobre todo por la ilógica lógica que reinaba allí, partió al exilio.

Hoy Luis tiene 50 vividos años.

Y dos hijos, Martín de 20 y Pablo de 17.

Los ve tan chiquitos.

Tan inocentes.

Que le cuesta creer que a su edad él se estaba enfrentando a las bestias de la patota, iniciando un exilio duro, planteándose qué hacer con esta vida de adulto tempranamente anunciada.

Son otras épocas, se responde, y los quiere.

Los quiere de manera irrefrenable.

De una forma tal que no tiene palabras para explicarlo.

Luis salió, pero hubo varios que se quedaron en las mazmorras para siempre.

Luis se sintió siempre hermanado con ellos y se visualizó como una especie de protagonista de tragedia griega, enfrentado a su destino de testimoniar siempre sobre la barbarie vivida, de ser la voz de los que la perdieron para siempre.

Pero al igual que en la tragedia griega, Luis hacía uso de su libre albedrío de elegir declarar. Podría haber optado por no hacerlo, pero entonces nunca más hubiera podido dormir tranquilo.